"Cuando se acercaba la primavera, trayendo otra vez el frío, en la época de los Santos, de las heladas y de los aguaceros de Semana Santa, la señora de Swann, como se le figuraba que su casa estaba helada, solía recibirme envuelta en pieles; desaparecían, frioleros, hombros y manos bajo el blanco y brillante tapiz de una esclavina y un inmenso manguito, ambos de armiño, que no se quitó al volver de la calle, y que parecían los últimos bloques de nieve inverniza, más persistentes que los demás, y que no lograron derretir ni el calor del fuego ni los asomos de la primavera. Y la verdad completa de esas semanas glaciales, pero ya de floración, me era sugerida en aquel salón, al que iba a dejar de ir muy pronto, por otras blancuras aún más embriagadoras: por ejemplo, la de las flores llamadas "bolitas de nieve", que juntaban en lo alto de sus largos tallos desnudos, como los árboles lineales de los primitivos, sus globitos apretados unos a otros, blancos como ángeles de anunciación y envueltos en un olor a limonero. Porque la dueña de Tansonville sabía que a abril, aunque helado, no le faltan las flores; que invierno, primavera y estío no están separados por barreras tan herméticas como se cree el hombre de boulevard , el cual se imagina que mientras no lleguen los primeros calores en el mundo, no hay otra cosa que casas agobiadas por la lluvia. La señora de Swann se contentaba con lo que le mandaba su jardinero de Combray, y que no apelaba a su florista oficial para llenar las lagunas de aquella insuficiente evocación, sus préstamos solicitados de la precocidad mediterránea; pero no tenía yo la pretensión de que lo hiciese, ni lo necesitaba. Para sentir la nostalgia del campo me bastaba que, juntamente con las nievecilla del manguito, las bolas de nieve (que quizá en el ánimo de la dueña de la casa no tenían más objeto que componer, por consejo de Bergotte, "sinfonía en blanco mayor" con el mobiliario y con su traje) me recordaran que el encanto del Viernes Santo representa un milagro natural, al cual podríamos asistir todos los años, de no ser tan insensatos; y que dichas flores, ayudadas por el perfume ácido y espirituoso de otras corolas que no sé cómo se llamaban, pero que me hicieron quedarme parado muchas veces en el curso de mis paseos de Combray, convirtiesen el salón de la señora Swann en paraje tan virginal, tan cándidamente florido sin hoja alguna, tan repleto de olores auténticos como la veredita de Tansonville."
A la sombra de las muchachas en flor - Marcel Proust
Calpe 1922 - tomo I pág.242
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