“En esto, las voces argentinas de dos niños (Esteban Aradievitch reconoció al punto las de Gricha, el menor de sus hijos, y Tania, la primogénita) se dejaron oír al otro lado de la puerta. Iban arrastrando algo y lo acababan de volcar.
¡ Ya te decía yo que en el techo de los vagones no se pueden poner los pasajeros ¡ -gritó la niña - ¡Ahora los tienes que recoger! Se acercó a la puerta y los llamó. Ellos soltaron la caja que hacía las veces de tren y entraron a ver a su padre.
La niña, que era la preferida de Esteban, irrumpió en la habitación, echó los brazos, riendo, al cuello paternal y allí quedó colgada feliz al percibir el tan conocido perfume de aquella barba. Por fin, y después de haberle besado en la cara, un tanto enrojecida debido a la forzada postura del cuerpo, pero radiante de cariño, la niña abrió los bracitos con que le tenía aprisionado e intentó marcharse. Pero Esteban la detuvo.
-¿Qué hace tu madre? – le preguntó, a la vez que acariciaba su tierno cuellecito. Y al ver a su hijo, que acababa de entrar para saludarle, como su hermana, le sonrió - ¡ Hola Gricha ¡ Buenos días.
Esteban reconocía que quería menos al niño, pero procuraba mostrarse igualmente amable con los dos. Sin embargo, Gricha se daba cuenta de todo y no respondió con otra sonrisa a la fría y forzada de su padre. “
No hay comentarios:
Publicar un comentario