"Proust, como la fotografía, no perdona detalle. No existe
para él esa selección, esa síntesis, esa estilización que distinguen el cuadro
de la oleografía barata y la descripción literaria del inventario judicial.
Lo que interesa o lo que no interesa, lo que contribuye al efecto o lo destruye, está tratado con igual intensidad.
El protagonista no puede ser menos atrayente: Una sensiblería de señora histérica, en lo que se refiere a su persona, alterna con la más absoluta falta de ternura y de emoción en cuanto atañe a los demás.
Un alfiler clavado en la pared le produce escalofríos; la presencia de un inofensivo ropero de caoba basta para dejarlo sin dormir y acaba por producirle tal desesperación que, a medianoche, se resuelve a llamar a su adorada abuela, exponiéndola a una pulmonía, para que acuda en su socorro.
Todo esto, según parece, denota una sensibilidad exquisita; pero el lector, hombre normal y sano, siente impulsos espantosos de levantarse junto con la abuela y aplicarle al muy marica un par de bofetadas para que de una vez por todas, le pierda el miedo a los roperos.
Menos mal, que el horror a estos pacíficos muebles está compensado en el protagonista por una admiración desordenada hacia los nobles. Ningún cursi sería capaz de sentir con mayor intensidad que él, la atracción de los títulos y los pergaminos, por más que sus portadores no dejen, en la novela, nada que desear en punto a ridiculez y falta de cacumen. Cierto es que la servidumbre desempeña también en el curso del libro un papel importantísimo.
Proust habla de los nobles por lo que le cuentan los criados, y de los criados por lo que le cuentan los nobles. Este intercambio de chismes, que tanto suele hacer sufrir a las dueñas de casa, es para el autor una fuente segura de investigación psicológica.
Pero, el fuerte de Proust es la asociación de ideas. Un ruido, un olorcillo cualquiera, una pata de mosca perdida entre las páginas de un libro, le permiten llenar cuarenta o cincuenta páginas con disquisiciones de este jaez:
Lo que interesa o lo que no interesa, lo que contribuye al efecto o lo destruye, está tratado con igual intensidad.
El protagonista no puede ser menos atrayente: Una sensiblería de señora histérica, en lo que se refiere a su persona, alterna con la más absoluta falta de ternura y de emoción en cuanto atañe a los demás.
Un alfiler clavado en la pared le produce escalofríos; la presencia de un inofensivo ropero de caoba basta para dejarlo sin dormir y acaba por producirle tal desesperación que, a medianoche, se resuelve a llamar a su adorada abuela, exponiéndola a una pulmonía, para que acuda en su socorro.
Todo esto, según parece, denota una sensibilidad exquisita; pero el lector, hombre normal y sano, siente impulsos espantosos de levantarse junto con la abuela y aplicarle al muy marica un par de bofetadas para que de una vez por todas, le pierda el miedo a los roperos.
Menos mal, que el horror a estos pacíficos muebles está compensado en el protagonista por una admiración desordenada hacia los nobles. Ningún cursi sería capaz de sentir con mayor intensidad que él, la atracción de los títulos y los pergaminos, por más que sus portadores no dejen, en la novela, nada que desear en punto a ridiculez y falta de cacumen. Cierto es que la servidumbre desempeña también en el curso del libro un papel importantísimo.
Proust habla de los nobles por lo que le cuentan los criados, y de los criados por lo que le cuentan los nobles. Este intercambio de chismes, que tanto suele hacer sufrir a las dueñas de casa, es para el autor una fuente segura de investigación psicológica.
Pero, el fuerte de Proust es la asociación de ideas. Un ruido, un olorcillo cualquiera, una pata de mosca perdida entre las páginas de un libro, le permiten llenar cuarenta o cincuenta páginas con disquisiciones de este jaez:
«Al abrir la puerta, sentí una mortal tristeza y estuve a
punto de desmayarme, porque observé que, puesto que me había sido posible abrir
la puerta, era evidente que debía estar sin llave, lo que forzosamente indicaba
que ésta no había sido echada o la puerta carecía de ella, lo que en el primer
caso denotaba una distracción muy explicable de parte de la persona encargada
de cerrarla -que bien pudo considerar también innecesario hacerlo-, o en el
segundo, un olvido del cerrajero. En un principio no comprendí cómo un detalle
tan insignificante podía haberme arrastrado a tal estado de postración moral
tan sólo comparable al que me produce un papel secante verde y sin uso: pero
luego recordé que una tía, que nunca seca sus cartas, tenía también una
propiedad verde y sin uso, donde unos bandidos cometieron hace tiempo un crimen
horrendo, y entonces comprendí que el horror que me causaba aquella puerta sin
llave, no era otra cosa que el recuerdo, exacerbado por los años, del horror
que sentí al leer el párrafo de diario en que se anunciaba que los susodichos
bandidos se habían robado una oveja que mi tía estimaba mucho, acaso porque
nunca la había visto, diferenciándose en esto para ella de todas las ovejas que
había conocido».
Hago gracia a los lectores de las cincuenta o cien páginas que podría escribir para alargar este pequeño ejemplo.
Es posible que pueda producirse una asociación de ideas de esta especie; pero, aun suponiendo que todos sus términos sean exactos, al pasarlas al papel, resulta absolutamente falsa, porque la asociación de ideas es una operación esencialmente rápida. El describirla, haciéndola durar una velada entera, resulta tan absurdo como prolongar, para mayor claridad, durante media hora, un estornudo. Parecerá un automóvil con escape libre, una ametralladora lejana, una sucesión de cohetes, cualquier cosa, menos un estornudo cuya sensación quería darse.
Algo de eso es lo que sucede al leer a Proust. El exceso de lentitud, con que se desarrollan las ideas y los sucesos, les quita todo carácter de verdad o, a lo menos, de naturalidad. Por supuesto, que semejante afirmación no puede hacerse en alta voz. El amigo proustiano, que ya lo ha hecho leer a uno dos tomos, puede surgir de donde menos se piensa para decirle con voz meliflua:
-¿Se ha aburrido? No importa... Es sólo falta de costumbre. Lea usted ahora el primer tomo del Camino de Swan... ¡Es un encanto! Verá que, una vez que se habitúe, no sólo dejará de molestarle; le gustará e irá corriendo a buscar el otro tomo.
Ante un peligro semejante, yo no me he atrevido a continuar leyendo. ¡No vaya a ser que me acostumbre! En las últimas treinta páginas ya notaba con rubor que, de cuando en cuando, el libro comenzaba a cogerme. Unos cinco tomos más y, acaso, familiarizado con la lata, habría terminado por entusiasmarme y sentir una profunda admiración por esa especie de señora que se desmaya con el olor de las flores, goza con los chismes de la servidumbre, delira por los marqueses más ridículos y llena páginas de páginas, en busca de la manera de hacer perder a los demás el tiempo que ya ha perdido."
No hay comentarios:
Publicar un comentario