"Durante esas últimas semanas de su vida, muy poco fue lo que el Obispo pensó en su muerte. Era el pasado lo que estaba por dejar. El futuro debía valerse de sí mismo. Pero sentía, sin embargo, una curiosidad intelectual en torno a la muerte, a los cambios que se operarían en las creencias de un hombre y su escala de valores. Cada vez más le parecía que la vida era una experiencia del Ego, pero de ninguna manera el Ego en sí mismo. Esta convicción, pensaba, no tenía nada que ver con su vida religiosa: era un conocimiento que se le daba a él como hombre, como criatura terrestre. Y notó también que ahora juzgaba los actos de otra forma. Tanto los suyos como los de los demás. Los errores de su vida le parecieron insignificantes accidentes que ocurrieron "en route", igual que el naufragio del muelle de Galvestone o la huída aquella en que resultó herido cuando se lanzó por vez primera en Nuevo México en busca de su Obispado. Comprobó también que no existía ya perspectiva alguna en su memoria. Recordaba tan claramente los inviernos con sus primos en el Mediterráneo, siendo niño, como sus días de estudiante en la ciudad Santa, el arribo de M.Molny o el edificio de la catedral. Pronto se olvidó de las fechas y el tiempo del calendario dejó de contar para él. Estaba como en el centro de su propia conciencia: ninguno de sus más remotos estados mentales se había perdido o envejecido. Todos se hallaban al alcance de su mano y le eran inteligibles."
La muerte llama al Arzobispo - Willa Cather
foto: Joaquín Sorolla
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