Hacía ya muchos años que no existía para mí de
Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día
de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso
que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no,
pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de
esos bollos, cortos y abultados, que llama magdalenas, que parece que tienen
por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el
triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por
venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un
trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas
del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo
extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me
aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la
vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria,
todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa;
pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo.
Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme
aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y
del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza.
¿De dónde venía y qué significaba?
Por el camino de Swann - Marcel Proust
No hay comentarios:
Publicar un comentario