Al verse Nanón acogida de aquella manera, lloró secretamente de alegría y le tomó un gran afecto al tonelero quien, por lo demás, la explotaba señorialmente. Nanón lo hacia todo; guisaba, hacía la colada, iba a lavar ropa al Loire cargándola sobre sus hombros; se levantaba al amanecer y se acostaba tarde; hacía la comida para los vendimiadores en la época de recolección; vigilaba a los pisadores y defendía como un perro fiel los intereses de su amo; por último, confiando ciegamente en él, se sometía sin protestar a sus más ridículos caprichos. El año famoso de 1811, cuya cosecha dió tanto que hacer, al cabo de veinte años de servicio, Grandet resolvió darle a Nanón su reloj, único regalo que recibió de él, pues si bien le daba sus zapatos viejos -que le venían bien-, era imposible considerar como un regalo el provecho que de ellos sacaba, pues no le duraban más de tres meses por lo estropeados que estaban. La necesidad hizo a aquella pobre mujer tan avara, que Grandet acabó por tomarle cariño como se le toma a un perro, y Nanón se dejó poner las carlancas sin que los pinchazos le molestaran. Si Grandet cortaba el pan con alguna escasez, la pobre mujer no se quejaba y participaba alegremente del proceso higiénico que procuraba el régimen severo de la casa en la que jamás caía enfermo ninguno.
Además, Nanón formaba parte de la familia; se reía cuando se reía él, se helaba de frío, se calentaba o trabajaba cuando él lo hacía. ¡Cuán gratas compensaciones tenía aquella igualdad! Nunca el amo regañó a la criada por el albérchigo o por el melocotón, por las ciruelas o los albaricoques que se comiera debajo de los árboles.
- ¡Vamos hártate, Nanón,! - le decía en los años en que las ramas se venían abajo por el peso de los frutos, que los colonos se veían obligados a dar a los cerdos.
Para una muchacha de campo, que en su juventud no había recibido más que malos tratos; para una pobre recogida por caridad, la risa equívoca del padre Grandet, era un verdadero rayo de sol. Por lo demás, el corazón sencillo y la escasa inteligencia de Nanón no podía contener más que una idea. Al cabo de treinta y cinco años se veía aún llegando a la puerta del taller del señor Grandet con los pies desnudos, harapienta, y oía siempre al tonelero que le decía "¿ Qué quieres hija mía ?" Y su gratitud era eterna. Grandet, a veces, pensando que aquella criatura no había escuchado jamás la menor palabra halagüeña, que desconocía los sentimientos agradables que la mujer inspira, sentía compasión por ella y le decía mirándola:
"¡Pobre Nanón!"
Eugenia Grandet - Honoré de Balzac
Editorial EDAF S.A. 1993 pág. 46
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