"- A mí me parece que no recuerdo ni una sola época en que Harvey no estuviera prosiguiendo su famosa educación -rió entre dientes el hombre del Gran Ejército.
Hubo una risa ahogada general. Sacando su pañuelo, el ministro se sonó ruidosamente. El banquero Phelps cerró su cortaplumas de golpe. -Es una lástima que los hijos del viejo no dieran los mejores resultados -observó con reflexiva autoridad- . Nunca tuvieron cohesión. El gastó en Harvey dinero suficiente como para proveer una docena de haciendas de ganados, dinero que lo mismo le hubiera aprovechado de haberlo desparramado en Caleta Arena. Si Harvey se hubiera quedado en su casa, y hubiera ayudado a cuidar lo poco que tenían, y se hubiera dedicado a criar ganado en la granja que tiene el viejo en la tierra baja, todos se hubieran arreglado muy bien; pero el viejo tuvo que confiarlo todo a inquilinos que por cierto lo engañaban a diestra y siniestra.
- Harvey nunca hubiera podido manejar ganado -interrumpió el ganadero- . Era demasiado blando ¿Se acuerdan ustedes cuando compró las mulas de Sanders como si tuvieran ocho años cuando ya todo el mundo en el pueblo sabía que el suegro de Sanders se las había dado a su esposa como regalo de bodas dieciocho años antes y eran ya mulas crecidas?
El grupo rió discretamente y el representante del Gran Ejército se restregó las rodillas con un espasmo de deleite infantil.
- Harvey nunca sirvió para nada práctico y por cierto nunca le gustó trabajar -comentó el traficante de leña y carbón- . Yo recuerdo la última vez que estuvo aquí. Era el día que se marchó, y el viejo estaba en el establo ayudando a enganchar para ir a dejar a Harvey al tren, mientras Catl Moots estaba remendando la verja. Entonces Harvey salió de la casa y le grito con su voz de señorita: "¡Cal Moots, Cal Moots! ¡Ven a encordelarme mi baúl!"
- Así era Harvey -aprobó el hombre del Gran Ejército- Todavía me parece oírle chillar, siendo ya un hombrecito de pantalones largos, su madre acostumbraba darle una tunda con un cuero duro por dejar que las vacas se metieran en el maizal cuando las traía de pastorear. Una vez perdió a una de mis vacas -era una pura Jersey y la mejor lechera que yo tenía -y el viejo tuvo que pagarla. Harvey estaba mirando la puesta de sol sobre los marjales cuando el animal se le escapó.
-Donde el viejo cometió un gran error fue en mandar al muchacho a un colegio del Este -dijo Phelps, acariciándose la perilla y hablando en un tono intencionado y judicial-. Allí fue donde se le metieron en la cabeza todas esas tonterías. Lo que Harvey necesitaba, más que nadie, era un curso en algún colegio comercial de Kansas City.
Las letras de su libro vacilaban bajo los ojos de Steavens. ¿Era posible que aquellos hombres no comprendieran; que la hoja de palma colocada sobre el ataúd no significara nada para ellos? Pero si hasta el nombre mismo de aquel pueblo hubiera permanecido perdido para siempre en la guía postal de no haber sido mencionado en el mundo una y otra vez en relación con el nombre de Harvey Merrick. Recordaba lo que su maestro le había dicho el día de su muerte, después que la congestión de sus dos pulmones alejó toda probabilidad de que pudiera restablecerse, y el escultor le pidió a su discípulo que su cuerpo fuera enviado a su casa: "No es un lugar agradable para yacer mientras el mundo se mueve y realiza cosas y progresa", había dicho con una débil sonrisa, "pero creo, que después de todo, uno debe volver al lugar de donde proviene. Las gentes del pueblo vendrán a darme una mirada y, una vez que ellos hayan emitido su juicio sobre mí, ya no tendré mucho que temer al juicio de Dios"."
El funeral del escultor - Willa Cather
Cuentos Norteamericanos,
Editorial Andrés Bello, agosto 1984
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