"Cinco días después volví a mi casa y me encontré una carta de mi marido en el alféizar de la ventana. En la carta ponía que amaba a otra mujer y que a partir de entonces quería vivir con ella.
Me daba las gracias por nuestros años en común y me pedía de todo corazón que le dejara en paz.
No ponía más.
Al parecer hay mujeres a las que se les saltan las lágrimas ante noticias así. Se les doblan las rodillas y se dejan caer sobre las baldosas del suelo ajedrezado de la cocina, y sus familiares tienen que hacer grandes rodeos para llegar a la nevera. Yo no era de ésas.
Lo primero de todo, me hice un té, siguiendo todas las reglas de ese arte. Precalenté la tetera y eché agua hirviendo sobre las hojas. Si había algo que odiaba, era el té mal hecho y de baja calidad. Bebí mi extraordinario té a pequeños sorbos, comí mi mermelada casera de grosellas y me quedé pensando.
Imaginé cómo sería entrar por la puerta y no ver a nadie en la cocina haciendo ruido al comer. Nadie que pusiera a prueba mis nervios devorando fría la comida que le tenía preparada, porque no había sido capaz de calentarla. La comida en general: podía dejar por completo de cocinar. Por la mañana cocería un puré de avena y por la noche me haría una ensalada. ¡Cuánto tiempo me iba a ahorrar con eso! Podría emplear ese tiempo en leer, ver la televisión o hacer ejercicios de gimnasia.
Seguí pensando. Al volver del trabajo, no tendría que hablar con nadie. Empecé a contar cuántas camisas no tendría que lavar ni planchar ya cada semana, cuántos calcetines, pantalones, calzoncillos.
¡Y la compra! Ya casi no tendría que cargar nunca con pesadas bolsas de compra, porque me harían falta mucho menos alimentos. Ya no tendría que limpiar tanta suciedad, porque yo no mancho. Podría hablar con Dios las veces que quisiera. Me enfadaría muchísimas menos veces, porque no habría nadie que me pusiera constantemente de los nervios. Hombres desconocidos, jóvenes que me echaran piropos y se fueran por la mañana, a casa de su mamá o de su novia,tanto me daba. Que me hicieran sentirme de nuevo mujer. Porque tengo que admitir que desde hacía tiempo ya no me gustaba que Kalgánov me tocara. Cuando dormido, me rozaba sin querer una pierna, yo la retiraba llena de asco. Y hacía mucho tiempo que él había dejado de hacer eso con algún tipo de intención.
Claro que no todo eran ventajas en esa carta del alféizar. Como todo el mundo sabe, en la vida no se regala nada. Tendría que pagar algo por mi libertad. A partir de ahora, por ejemplo, sería una mujer abandonada. No es es mejor de los estatus. Tendría que aprender a convivir con miradas llenas de prejuicios. Pero todo lo demás estaría, con la ayuda de Dios, en mis manos."
Los platos más picantes de la cocina tártara - Alina Bronsky
No hay comentarios:
Publicar un comentario